viernes, 9 de enero de 2015

BANG


El dolor es extraño. Un gato que mata a un pájaro, un coche accidentado, un incendio... llega el dolor, BANG, y allí está, se introduce en ti, es real. Y para cualquiera que te vea, parecerás un imbécil. Como si te hubiese caído una idiotez repentina. No hay cura para ello mientras no encuentres a alguien que comprenda cómo te sientes y sepa cómo ayudarte. 

-Charles Bukowski


jueves, 8 de enero de 2015

Hija de conciencia

Me gustaría medir un metro más que tú para darte un barbillazo en la cabeza cada vez que me llamas niña, porque no lo soy. No me puedo permitir serlo. Tengo que emplear mi tiempo en mantenerme firme, tengo que sonreír cuando en realidad quiero encolerizarme; tengo que ocuparme de que tú y los que me importan no sientan descuido ni rechazo. Tengo que llenar mi mente de las pocas cosas que consiguen mantenerme lejos del ruido de mi cabeza, siempre latente, que no me deja dormir. Con los años he perdido el miedo a todo lo que me desvelaba, sé que el fuego quema, y lo asumo, sé que los vacíos duelen, y lo asumo. Lo que también sé es, que aunque aceptes ciertas cosas en tu vida, no significa que estés preparado para enfrentarte a ellas. Por ello asumo mis miedos, pero nunca estaré preparada para meter mi mano en la chimenea ni para saltar desde un décimo piso.


Por eso me he dado cuenta de que las peores pesadillas y los mayores miedos para mí son las cosas que nunca voy a ser capaz de afrontar, aún sabiendo que siempre van a estar ahí, conviviendo conmigo. ¿Te parece un pensamiento muy infantil? Yo ya he visto cómo al crecer no pierdes el miedo. Ya soy mayor, ya me he dado cuenta de que la vida no es más que un teatro en el que no te da tiempo a leerte el folleto completo de los personajes; donde explican sus miedos, sus secretos, sus proyectos… Personajes que muestran al exterior la única parte que queda bien ante los focos, sobre el escenario, la zona más maquillada de la cara, una obra maestra. 

Todo es mentira. Toda buena cara, y toda sonrisa, puede ocultar maldad, vergüenza, tristeza, ganas de ir al baño… Si las personas careciésemos de ese misterio aferrado a nuestra existencia no conoceríamos jamás la sensación en la que te sumerge el imaginar qué pensará de ti esa persona que te atrae, o la de dudar acerca de lo que piensa tu profesor mientras expones un trabajo. Un aburrimiento, o una población eficiente y transparente, depende de cómo se mire. Porque sí, a veces me encantaría saber qué piensa realmente una persona sobre la caza de ballenas, la guerra de Vietnam y  el hecho de que algunos guiones cinematográficos sean sobrevalorados. 

Curiosidades que tengo, aunque si la vida fuese así de fácil, seguro que no lo valoraría en absoluto; me quejaría de la sinceridad de las personas, anhelaría conocer gente egoísta, ególatra, egocéntrica… y demás palabras que signifiquen ‘YO’. Estaría encantada de que los demás hablasen mal de mí, acudiría a la cafetería ilusionada por la tertulia de mis vecinas hablando de los hombres con los que engañan a sus maridos. Si el mundo estuviese lleno de buenas personas, nos moriríamos de ganas de conocer a verdaderos hijos de puta. 

Porque esa es la única calaña que tenemos aquí: hijos de puta, a montones. Todos y cada uno de nosotros lleva en su interior un pequeño hijo de puta mentiroso, egoísta, calculador, envidioso y gruñón. 



miércoles, 7 de enero de 2015

Ovejas


¿Alguna vez has perdido el tiempo pensando en cómo funcionará la sexualidad de las ovejas? A veces me quedo embobada pensando en cómo serán sus desvaríos hormonales a la hora de enamorarse y decidir por quién van a perder cada centímetro de lana de su esponjoso cuerpo de oveja. Esponjoso como las nubes, indomables y vaporosas; a veces me pierdo entre ellas buscando pájaros de color rojo, para que den color a este vestido de tirantes que llevo como piel, cada día más desteñido y deshilachado, que empieza a picar. Pica de extrañeza, de nostalgia, de curiosidad por no haber conocido la época en la que aún estaba todo por descubrir, donde las drogas siempre daban color, donde la música te rizaba el pelo de todo el cuerpo, donde el amor era intenso y nadie hacía que te dejaras la lana en ninguna valla metálica. Siempre he pensado que a mí me han secuestrado de otro tiempo pasado.

Nunca me han dado miedo las alturas, pero sí los vacíos. Mi total indiferencia a la idea de construir un rascacielos encima de un elefante se compensa con el terror absoluto que siento a los vestidos que no dejan asomar los pies, al núcleo de la tierra y a los hormigueros. El mundo es tan complicado como la relación que tengo con mamá, al mundo le da igual que nos hundamos. Un día puedo ser la reina del baile, y sin darme cuenta me convertiré, en años que pasan como segundos, en la reina de mi propio hundimiento, con corona, con bastón y con ocho millones de preguntas sin resolver que acentuarán mi caída en picado. Pero no puedo culpar a nadie, ni siquiera a los que inventaron la contabilidad del tiempo; no puedo gritar a nadie para que me lance una cuerda, porque el mundo forma parte del mundo, y ni si quiera los monstruos de mis pesadillas tienen la culpa de que a mí me duela el cerebro. 

Por esto existe la maldad. 

Todos los disparos y golpes son las consecuencias de un agudo dolor de cerebro. Las personas no sabemos convivir gracias a la estupidez que se nos ha sido otorgada, pero sí aprendemos rápidamente a diferenciar entre clases sociales, a desconfiar y a odiar con todas las fuerzas que nuestro cascarón humano sin lana esponjosa nos permite. En nuestra naturaleza existe también un profundo deseo de salir corriendo y huir de nosotros mismos, de ponernos ropa cinco tallas más grande y correr mientras el viento nos azota, moviéndonos de un lado a otro e incitándonos a una rebelión contra natura. El problema es que existen demasiadas opciones para huir de nuestros pensamientos y dolores, y pocas veces acertamos a la vez. Nadie mira por la raza humana, ni siquiera por su propio país; hemos crecido con una filosofía errónea que nos incita a pensar como individuo, impulsando la división, y por tanto, el dolor agudo de cerebro. 

Siempre he creído en la diversidad de opiniones, en que cada persona tenga un riff de guitarra favorito, una visión distinta de un paseo por la playa y una piel preferida. Pero cuando se trata de la humanidad, de la supervivencia, hay muy pocas cosas que nos unan y hagan de nosotros un solo ente que luche por la convivencia en un espacio reducido. Es ridículo que levantemos nuestros párpados y abramos nuestras bocas con admiración ante una pelota que atraviesa una cesta vertical, y aún más ridículo que aplaudamos a personas que se hacen millonarias a costa de vendernos seguridad, corbatas limpias y viajes a la luna con buffet libre. Parece que aún nadie nos ha enseñado que los súper héroes no existen ni lo harán, que todo son máscaras y símbolos a los que otorgamos un poder a ciegas; un poder que se convierte en opio maldito y nos embriaga con promesas e inyecciones de placebo. 

Hoy en día nadie valora el trabajo de los demás, pero las tengo conmigo de que no todos lo hacemos adrede, aunque siento lástima por las personas que editaron y produjeron cintas en VHS, intransferibles, perfectas y vanguardistas para su tiempo; que ahora ven convertido en polvo todo ese proceso que consiguió hacerles sentir realizado. Si actualmente no valoramos las ideas de los demás es porque vivimos un tiempo en el que valorar nuestras propias ideas resulta absurdo. 

¿Y cómo vamos a vivir el amor igual que hace 50 años? Me agazapo entre las sábanas pensando que entre todos hemos destruido el amor. Y eso no me deja dormir. Me requiere un proceso mental, lento, que durante horas me transporta sobre pensamientos caóticos, como la sexualidad de las ovejas lanudas y la precaria situación del mundo, que me da tanto miedo.




lunes, 5 de enero de 2015

Bionauta

Cuando eres pequeño tienes una mentalidad inconscientemente protectora sobre ti mismo, piensas que todo va a ser siempre así de fácil, tus amigos, tus padres, los deberes, los castigos… Todo. Incluso la muerte. ¿Cómo es la muerte para un niño? Cuando tenía 10 años, la muerte para mí era simplemente una llamada telefónica al colegio. Te sacaban al pasillo, te miraban con esa lástima con la que se mira a alguien que va a recibir un regalo de mal gusto, te daban una palmada en el hombro (a veces se agachaban a tu altura y te abrazaban), y te decían “X ha muerto, lo siento”; luego te pasaban el teléfono, donde estaba mamá intentando explicarte que la muerte es algo natural y que no había que estar triste.

Según vas creciendo, lo notas todo más cercano, el mundo aterrador de muertes y dificultades del que se quejaban tus padres empieza a salirse cada día un poco más de la televisión. Dejan de existir llamadas y salidas al pasillo para explicarte que un millón de personas, todas con nombres como X, han muerto en un accidente, o en un atentado, o de algún virus contagioso. Empiezas a palpar el mundo tal y como es, ya no puedes colorearlo a tu antojo, ni sobrellevarlo con un juguete nuevo. Esta ahí mismo, en la puerta de tu casa, el mundo te atrapa y te obliga a seguir un bucle continuo, hasta que el X del teléfono acabas siendo tú.

Y así fue como yo, ingenua, me negué a seguir el mismo camino  que me proponía el mundo. Pensaba que la gente que atrapa el mundo es porque espera algo de él, yo no esperaba nada del mundo. Y realmente creía que podría elegir cuando irme. Supongo que todas las personas se plantean un camino lleno de metas a lo largo de su vida. Y una vez completado el camino, se acabó, triste ceremonia sin pancarta en la que rece: “Lo has conseguido.” Y eso, en mi opinión es la mayor putada del mundo. Pero el mundo es así de cruel, y yo así de cabezota. Al acabar la primaria me propuse no tener un fin en el camino. Lo cual es un pensamiento altamente defectuoso, puesto que siempre había soñado con ser veterinaria, astronauta o directora de cine. ¿Y si yo misma me estropeo todo lo que me propongo? Resultará poco creíble, pero a día de hoy es lo único que se me ocurre para explicar mi problema con las responsabilidades a largo plazo.


Tampoco puede resultar tan extraño, existen millones de personas que tienen miedo a comprometerse con otra persona por “todo lo que se van a perder”. Pues bien, mi miedo, mi pánico, es a comprometerme con una vida entera, a decidir en dos años lo que voy a hacer en tres, y a vivir veinte años para conseguir lo que sólo podré disfrutar uno. Pánico. ¿Y si elijo mal y mi verdadero camino está justo en la dirección opuesta? No es que me de miedo enfrentarme sola a las cosas, simplemente veo innecesarios los quebraderos de cabeza a los que me llevan las elecciones difíciles.



domingo, 4 de enero de 2015

Carta de amor al desamor

desamor
nombre masculino
1.     
Falta de amor, afecto o cariño a una persona o una cosa.
2.     
Sentimiento de desagrado, rechazo y repugnancia hacia una persona o una cosa.


Es difícil hablar de amor en un mundo tan falto de ello, y tan lleno de odio. Si tan complicado es hablar de ello, cuán complicado es sentirlo, interpretarlo… El amor es una realidad cuantificable que no se puede palpar, que es medida sin instrumental. El amor es una realidad que se siente, de la que apenas sabemos nada hasta que arraiga dentro de nosotros, pasa a formar parte de nuestra propia realidad orgánica; lo respiramos, lo utilizamos y lo mantenemos vivo como si de una semilla se tratara. La semilla comienza a crecer, y con ella crece nuestra sabiduría sobre esa locura que invade nuestro ser. No hay dos semillas iguales. Cada semilla tiene su manera de reproducirse, más deprisa, más lento… Cada semilla tiene sus manías, su dirección, su dureza. Pero lo que sí tienen en común todas esas semillas es su fe ciega en que permanecerán vivas para siempre, que siempre tendrán sustento, que la única manera de crecer es hacia arriba. Que morir ahí dentro es un fracaso.  Hay semillas empeñadas en aferrarse a esas bonitas raíces que suponen su comienzo, que se engañan y se mantienen vivas esperando volver a ser regadas.  Llega un momento en el que esa semilla olvidada que es el amor decide abandonar su hueco, abandona sus raíces sin arrancarlas, huye dolido dejando su sitio atrás, listo para ser ocupado de nuevo. 

Dejando sitio para el desamor.

El desamor no es una semilla.  El desamor es una tormenta tropical, intensa, imparable; con un sabor árido que aún así no deja de empapar las cavidades que tiempo atrás recorría el amor. El desamor es ese constipado resistente al antibiótico más vendido del mercado; nadie puede entender el desamor ajeno, no es una realidad que viva más allá de nuestro fuero más interno. Se queda dentro, recordándote que de nuevo estás solo, que no tienes ninguna semilla a la que regar, que no hay nada creciendo dentro de ti, sino que, esas raíces que un día fueron fuertes, empiezan a sucumbir a la tormenta y se despegan de ti, acabando con el último rastro que el amor dejó en ti. ¿Pero no es el desamor la prueba de que una vez hubo amor? Todos los recuerdos dolorosos por lo felices, todos los momentos que una y otra vez pasean por nuestra retina, todos los abrazos que recibimos y los que negamos. El desamor nos golpea con furia, como si de un mar embravecido se tratara, como si viajáramos en un velero sin timón. Duele.

No estoy dando gracias al dolor, no estoy tampoco agradeciendo su llegada; pero su presencia es la única prueba palpitante de que una vez hubo una semilla creciendo dentro de mí, que se aferró con uñas y dientes a mi corazón, lo envolvió y lo cuidó durante tanto tiempo.
El desamor es la prueba irrefutable de la veracidad de los sentimientos, de su realidad, de la pureza con la que se expresa lo que crece dentro de cada persona enamorada. La prueba de que, eso verdaderamente era amor.


El amor nos hace sabios mientras nos acompaña, pero es tal la desnudez cuando se aleja… A nadie le han revelado la receta para curar el desamor, no existe truco de magia que lo cure, ni remedios caseros. El desamor forma parte del amor. Por eso le dedico estas palabras, por eso le doy mi propia definición, su llegada ha anunciado que todo lo anterior fue real, que todo lo vivido formaba parte de una existencia biológica desarrollada dentro de mí.